·
La bufanda que me prestaste esa noche de invierno entre birras y besos
para ayudarlos a abrigarme. Olía a perfume barato y a cigarrillo, y aunque me
habían enseñado a juzgar lo barato y despreciar al tabaco, el aroma que ese
pedazo de lana desprendía logró capturarme. Se me aparecía en todos lados, en
todas las calles, colectivos, oficinas y a toda hora. Encendía el recuerdo
melancólico y masoquista de saber que una parte de vos seguía colgada de la
manija de mi cuarto, y que como buen zurdo desprendido de las cosas materiales
y de mí, no tenías intenciones de venir a buscarla.
·
El bolsón de mercadería que trajiste a mi casa cuando mi vieja estaba
internada por loca depresiva. Yo y mi dieciséis años teníamos que andar con el
estómago lleno para no darle espacio al llanto que amenazaba constante con el
derrumbe que sostuviste con tu cuerpo obeso. Me protegiste y diste fuerzas y no
alas, porque no se necesitan alas para cuidar a una madre que se quiso
suicidar.
·
El paquete de tabaco para armar que guardaste en mi cartera porque por
hombre no tenías donde acomodar. Recuerdo que discutimos la idea en los ratos
en que los besos nos daban tregua. Lo guarde con recelo una semana, expectante
del próximo encuentro, en el que había decidido regalarte un morral. Al día
octavo, cedí al vicio de un grupo de amigues que se habían quedado sin nada que
fumar y le di una única pitada como ritual.
·
El libro que compré en la librería de Plaza Constitución después de
preguntarte ingenuamente que te faltaba leer de Paul Auster. Se llamaba La
Música del Azar y yo sentí que capaz podría tener algo que ver con vos tocando
la guitarra. Lo firme con la frase: ¿Te cuento algo más sobre mí? Me gusta
hacer regalos. Tiempo después, y no en ese encuentro de despedida en un café donde
me comió la vergüenza, te lo di pero en forma de préstamo. Hoy, varios meses
después, cuando ya no hablamos ni una vez semanalmente, me dan ganas de
llamarte, pedirte que busques el libro entre todos los que guardas en cajas o
sobre el escritorio y que vuelvas a leer la dedicatoria sabiendo que es para
vos.
·
El dibujo que encontré en el piso de una calle de Versalles cuándo
salía de un laboratorio de teatro de mujeres oprimidas. Pensé instantáneamente en
vos. Un poco porque el pedazo de papel estaba algo sucio, abandonado y triste,
parecido a las miserias que soles retratar. Y otro poco porque venía con ganas
de contarte la experiencia que había vivido. Días después, cuando te devolví la
carpeta que habías olvidado en casa, te lo regale sin más preámbulos que la verdad.
Porque ahora amor: no te espero, no dependo
de vos, no te guardo, no te escondo. Ahora amor: te regalo y te grito, porque está buenísimo amar.