Lo que dibuja Amparo

 

Quise abrir la puerta con la mano izquierda porque en la derecha llevaba la bandeja del desayuno. Una chocolatada caliente y un paquete de oreos. Desde ya hacía tres meses lo habíamos declarado el desayuno de los sábados. Los viernes mientras hacíamos las compras para el fin de semana en el Carrefour de la ruta, que ella llamaba el súper grande grande,  al llegar a la góndola de las galletitas siempre lo recordaba. ¡No nos podemos olvidar de las oreos mamá! Gritaba mientras corría a saltitos al estante donde estaban . Iba a probar las que tenían relleno de frutilla que había salido hacía unas semanas. El miércoles por la tarde, cuando volvíamos del colegio me dijo desde el asiento trasero que este sábado las probaría. Martín, el chico que me había confesado le gustaba, decía que tenía que innovar en sus gustos, argumentó pronunciando con dificultad. ¿Sabés lo que significa? Me preguntó. Probar cosas distintas. Yo me estallé de la risa y ella se enojó porque creyó que la estaba burlando por como hablaba. Pero en realidad estaba emocionada. Me reía fuerte y se me escapaban un par de lágrimas.

Hacía más o menos medio año que había vuelto a ser espontanea conmigo y yo lo celebraba en cada pequeño acto. Por eso cuando quise abrir la puerta y noté que estaba cerrada con llave sentí como el fantasma del pasado me calaba en todos los huesos. Antes de ayer se habían cumplido tres años desde aquella noche. Lo había recordado por la mañana, recién despierta y por un momento sentí que era una señal de que finalmente todo estaba quedando atrás. Golpeé la puerta. No recibí respuesta y volví a golpear con insistencia. ¿Amparo estas ahí? ¿Por qué cerraste la puerta con llave? Y volví a golpear y tomé con fuerza el picaporte intentando forzar la cerradura. No me contestaba y un segundo después escuché el ruido de un lápiz contra el piso. ¡Amparo abrime ya la puerta! Y abrió. Tenía un papel arrugado en la mano, los ojos vidriosos y caminó rápido al baño.

Entré a su cuarto, tenía sobre la mesa que le había regalado su abuela un par de hojas canson y colores, el rojo era el que estaba en el suelo. Volví hacía la cocina, apoye la bandeja del desayuno en la mesada, tomé la taza de chocolatada que ya estaba fría y la puse en el microondas por dos minutos. Me prendí un cigarrillo. Le di dos secas en la ventana y lo dejé en el cenicero cuando sonó el pitido. Volví a tomar la taza, la llevé a la mesa y me senté. Todavía no salía del baño.

Yo ya estaba arrepentida  de haberle gritado. Tal vez no me había respondido porque estaba concentrada pintando. Lo hacía muy bien y con mucha paciencia como antes también lo hacía Diego.  A mí me había costado mucho acostumbrarme a que lo hiciera. Intentaba convencerla para que jugáramos a otras cosas, sobre todo en los primeros meses. Pero ella siempre prefería sentarse en el que había sido su escritorio y dibujar por horas. Pocas veces me dejaba ver sus dibujos. El hecho de escuchar caer el lápiz y que la puerta se encontrara cerrada con llave me habían llevado a reaccionar así. Sabía que lo tenía terminantemente prohibido. Eso pensaba decirle, pero primero le pediría disculpas por la manera en que la había tratado. Ampi siempre fue muy sensible a los gritos, desde muy pequeña. Cuando discutíamos, incluso cuando las peleas eran insignificantes, es decir por no haber secado el baño o sacado la basura comenzaba a llorar desconsoladamente y nunca lográbamos calmarla hasta pasadas dos horas. Diego decía que se había asustado desde la panza, que había nacido traumada. Será que por eso las discusiones se fueron tornando más agresivas. Él decía que era su llanto el que nos alteraba. Que  el llanto de la pendeja era el que lo volvía loco, que había nacido traumada como yo. Eso fue lo último que me dijo esa noche.

 Entonces primero iba a pedirle disculpas por la manera en que la había tratado y después, en tono conciliador le explicaría que lo de cerrar la puerta con llave ya lo habíamos hablado reiteradas veces, que no podía hacerlo, que por esa razón la llave no estaba en la puerta, sino en la mesita de luz de mamá, de donde no podía sacarla. Nada del cajón de la mesita de luz de mamá podía tocar. Seguía sin salir del baño. Volví a calentar la taza en el microondas, colé la leche para sacarle la nata que se le había generado y cuando ya me disponía a golpearle la puerta una vez más salió. Sin el bollo de papel en la mano. Se sentó en la mesa y antes de que lograra decir algo me pidió disculpas. Me dijo que a la noche había escuchado unos ruidos raros, que había querido despertarme pero que no lo había logrado y que entonces se llevó a Pequitas a la pieza y la cerró con llave para que los monstruos no pudieran entrar. Pequitas era nuestro gato, quien según le había hecho creer tenía poderes mágicos. Su energía espantaba la presencia de todos los monstruos imaginarios. Me preguntó si podía ir a pasar el día a la casa de su abuela,  y a pesar de que no era hasta el otro fin de semana que le tocaba y de que yo ya había comprado las entradas del cine, la autoricé. Me sentía culpable por no haberla escuchado a la noche. La psiquiatra me había recetado una medicación para lograr dormir un par de horas seguidas. Amparo ya había dejado de tener pesadillas y orinarse por las noches y entonces me había convencido de que era momento de que yo también descansara. No había pasado un mes desde que había comenzado a tomarlas. Pensé que cuando volviera a verla le pediría que reduzca la dosis. La llamé por teléfono a Estela y después de preguntarme una y otra vez porque iría en el fin de semana que no le correspondía terminó de convencerse de que era porque su nieta lo había pedido. La pasaría a buscar en una hora.

Cincuenta minutos después estaba tocando bocina desesperadamente mientras yo intentaba terminar de vestir a Amparo.  Bañarla había sido todo un esfuerzo. Se reusaba a que le pasará la esponja, decía que quería hacerlo sola. Tampoco me dejó que le pusiera la bombacha y cuando escucho los bocinazos tomó una mochila de debajo de la cama, salió corriendo con los cordones desatados y sin saludarme. Prendí el cigarrillo que había dejado en el cenicero, se había consumido la mitad. Le di dos secas y me largué a llorar. No tenía claro porque era que lloraba.  Si porque sentía que mi hija me tenía asco. Si porque sospechaba que algo malo podría haberle pasado en la escuela. ¿Qué era esa mochila que tenía debajo de su cama? ¿Acaso en su pequeña mentecita de niña de siete años había pensado en abandonarme? ¿Por qué había querido ir a la casa de su abuela el sábado en que solíamos ir al cine las dos juntas? ¿Todo volvería a ser como antes?

Los primeros meses habían sido los más complicados. Después de aquella noche desde asesoramiento a la víctima me habían ofrecido asistencia psicológica para ambas. No había querido exponerla a tanto, era tan chiquita, quizás hasta capaz ni siquiera terminaba de entender lo que estaba sucediendo. Y yo creía que no la necesitaba.  A Diego se le había ido la mano y no le quedaba otra que escaparse porque sino esta vez sí que lo metían en cana me había dicho la policía que me encontró en el suelo después de tirar la puerta abajo. Amparo lloraba y ella la tomó en brazos. Me acuerdo que en ese momento me llamo muchísimo la atención como podía haber derribado violentamente una puerta y segundos después alzar a una pequeña con tanta ternura. Pensé que seguramente era madre porque yo también sentía que ambas fuerzas podían convivir en mí por esa razón.

Habían pasado ya 10 semanas y Diego no había vuelto. Yo todavía lo esperaba. No era la primera vez que desparecía, generalmente regresaba apenas vencida la perimetral. Sobre todo cuando Am era todavía una bebé. Yo decidía que cuando viniera iba a perdonarlo, pero él nunca me pedía perdón y yo se lo dejaba pasar.

Cuando Amparo cumplió tres a Diego le cayeron algunas fichas. En realidad al día siguiente porque esa noche se agarró una buena borrachera e incrustó toda mi cara en la torta de merengue. Amparo se reía tanto que a mí no me importó qué tan fuerte me había agarrado del pelo. Pero a la mañana siguiente me dijo que los tres éramos una familia y que él iba a cambiar por nosotras, que yo tenía que ayudarlo. Durante todo ese año fue un padre muy presente. Había pegado un buen laburo, ganaba bien, asique le compraba lindos regalos y no trabajaba muchas horas, después del mediodía ya se quedaba en casa. Se la pasaban dibujando juntos. Él colgaba orgulloso los nuevos dibujos en la heladera y me contaba de los avances que notaba en el trazo de Amparo.

El primer tiempo su ausencia nos costó mucho a ambas .Yo lo extrañaba, creía que podía perdonarlo una vez más. Que había demostrado ser una persona diferente durante todo el año, y que lo que pasó en una sola noche no podía compararse. Pero Diego no volvió aunque las dos lo queríamos. Amparo no me hablaba, lloraba por todo, no quería comer nada, y si le insistía o le apagaba la tele cuando ya era hora de dormir me gritaba que su papá se había ido por mi culpa. Yo también lloraba y me iba al patio a fumar cigarrillos. Cuando volvía a entrar estaba dormida en el sillón, con la tele prendida y la muñeca que él le había regalado en el día especial de los regalos. Una fecha que habían inventado y se celebraba los primeros miércoles de cada mes (el día en que Diego cobraba). Intentaba tomarla en mis brazos para llevarla hasta su cuarto y arroparla pero apenas me sentía abría sus enormes ojos marrones y se levantaba sola. Yo le deseaba buenas noches pero nunca me contestaba. Allí fue cuando empezó a cerrar la puerta con llave.

Algunas mañanas me la pasaba llorando más de una hora al lado de la puerta pidiéndole que me abriera. Uno de esos días, en lo que Amparo llegaba tarde al jardín y yo a mi trabajo la maestra me pidió hablar conmigo un momento. Me preguntó que pasaba e hizo mención de la hinchazón de mis ojos. Entonces le conté todo, que no me hablaba, que me culpaba de la huida de su padre, que se hacía pis por las noches, que tenía pesadillas y que incluso así no me dejaba entrar a su habitación. La abracé sin pedirle permiso pero se ve que no le molesto porque ella también me abrazó fuerte.

La semana siguiente ambas empezamos terapia. Lo hacíamos en el mismo centro de salud y habíamos logrado coordinar para que fuera también los mismos días y al mismo horario por lo que solo debía pedir permiso una vez a la semana en mi trabajo y Amparo se perdía solo dos horas de clase porque apenas terminada la consulta la llevaba a la escuela. Ella era muy inteligente y no le costaba ponerse al tanto de lo que ya habían aprendido sus compañeritos. La psicóloga había recomendado que las horas siguientes no las pasáramos juntas para que tuviéramos tiempo de procesar nuestros nuevos sentimientos.

Al principio yo no hablaba de Amparo en verdad. Quería hacerlo puesto que para eso estaba asistiendo pero apenas me sentaba en el sillón de la Licenciada Paez Diego salía de mi boca. Diego cuando era mi novio, Diego cuando me propuso casamiento, Diego en las vacaciones donde terminó dejándome sola en Catamarca, Diego cuando se enteró que estaba embarazada, Diego papá y Diego fugitivo.

Los cambios fueron progresivos y por momento casi imperceptibles. Pero un año después de haber comenzado se notaban los avances. Cada vez se orinaba menos aunque siguió haciéndolo hasta los seis años y si bien todavía no parecía hubiera podido perdonarme y volver a quererme al menos toleraba mi autoridad como madre y me lo hacía mucho más sencillo. Luego también dejó de decirme cosas hirientes, empezó a permitirme trenzarle su pelo lacio y corría a abrazarme cuando salía del jardín. Yo la abrazaba con los ojos bien abiertos porque todavía no podía creerlo. Clara, su maestra del año anterior que tanto nos había ayudado, una tarde nos vio y me guiño un ojo.

Al principio tomaba con cautela sus ahora recurrentes demostraciones de afecto. Tenía miedo de que realmente recordara su enojo profundo para conmigo. Había tomado la costumbre de pedirle a mi madre, quien se había suicidado cuando apenas era una adolescente, que me ayudara. Le pedía que si ese era mi castigo por haberla maldecido tras muerta pudiera perdonarme. Pero llegó un momento en el que simplemente me relajé. Amparo demostraba ser genuina y hasta me dejaba arroparla por las noches y llevarle el desayuno a la cama los sábados.

Encontrar la puerta cerrada con llave fue como un balde de agua fría. Ya había perdido la cuenta de cuánto tiempo llevaba sin hacerlo pero sin duda era más de un año y medio. Habían pasado cuatro horas desde que se había marchado y yo seguía llorando. Se me había terminado el atado de cigarrillos asique mientras fui al almacén por otro logré tranquilizarme un poco. A la vuelta comencé a preparar la cena, unas hamburguesas caseras con las papas fritas que venden en el supermercado grande grande y que tienen el mismo gusto que las de Mc Donalds.

A eso de las siete de la tarde se escuchó la bocina de Estela y por suerte yo ya tenía los ojos deshinchados cuando entró por la puerta. Traía un peluche nuevo. Le pregunté quién se lo había regalado y me contestó que su tía. También le pregunté como la había pasado y pronunció algo parecido a un bien pero sin muchas ganas. Volví a intentar, le pregunté si tenía hambre. Le conté el menú de la cena, para el que todavía faltaba un rato y le ofrecí una merienda, habían quedado las galletitas del desayuno que apenas había tocado, eran las de frutilla. Me revoleó los ojos,  debe haber sentido lo último como un reclamo y dijo que ya había comido facturas y preguntó si podía ir a su cuarto a dibujar. Con ambos brazos apoyados en la mesada le dije que sí e inspiré profundo mientras la veía caminar por el pasillo. Tenía todo su pelo enredado porque a la mañana no había dejado que la peinara, pero decidí que no era momento de insistir.

A la hora la llamé para la cena. Me pidió comer en el sillón frente a la televisión y la dejé. Fui hasta su cuarto mientras no me veía. Arriba del escritorio solo había hojas en blanco pero en el fondo del tacho de basura estaba un dibujo cortado en muchos pedacitos. Dudé un segundo en hacerlo pero la curiosidad no dio tregua. De alguna manera u otra tenía que descifrar a mi hija.

Lo había cortado en lo que imagine había sido una crisis de nervios, como las que solía tener en los primeros meses. Cuando ya tenía un cuarto del dibujo armado y podía ver cómo se formaba la cabeza ovalada y pelada de Diego entró. Me vio sentada en el piso, con el tacho de basura dado vuelta, con los papeles y mechones de pelo desparramados, armando el rompecabezas de su intimidad.  Nos miramos las dos en silencio por una buena cantidad de segundos, ella balbuceó bajito ¿Qué estás haciendo mamá? Y yo lloré. Y ella también lloró. Atinó a tomar uno de sus lápices para revoleármelo pero volvió a apoyarlo sobre el escritorio. Me abrazó. Yo le pedí perdón muchas veces. Ella también me pedía perdón insistentemente en lo que ya estaba tornándose en uno de sus típicos episodios de ansiedad. La tomé de sus brazos, la aparte de mi cuerpo, la mire a los ojos y le dije que no tenía nada que perdonarle. Si mamá, tenés que perdonarme volvió a decirme haciendo fuerza para aferrarse a mi cuello, y entonces me lo confesó al oído: Soñé que papá estaba enamorado de mí y venía a buscarme.