Medianoche de un miercoles


El ruido de las llaves invade el silencio del mono-ambiente. Dominga, que dormía en el sofá, se levanta, se estira, salta con la agilidad propia de los felinos, se aproxima a la puerta y le regala el maullido de bienvenida a su dueña que aun no ha terminado de abrir: no encuentra la llave correcta.
Entra Julia, con el pelo recogido en una improvisada cola alta, que amarro frente al espejo en el ascensor, despojándose de las apariencias. Apoya –más bien lanza- su mochila sobre el sillón mientras que con la mano izquierda acaricia a su gata retribuyendo el saludo. Ella la mira, a la expectativa de un encuentro más afectuoso, hasta que viéndola dirigirse a la heladera se resigna y vuelve a su pasividad.
Abre la heladera. Extrae el agua y mientras pega un sorbo desde la botella, se saca las zapatillas con un empujón de talón. Tras calmar su sed, las levanta y las lleva hasta la puerta del baño: su lugar.
A su lado está el teléfono fijo, que aún conserva, en batalla constante contra la modernidad. Presiona el botón y la operadora comienza su monologo habitual: usted tiene tres mensajes nuevos. Su madre, comentando que Mateo –su hermano- vuelve a la ciudad y planeando un asado al que indefectiblemente tendría que asistir. Tarjeta Naranja, los sanguinarios incluso la llaman al fijo, con intenciones de cobrar una deuda que se ha cansado de explicar que no es suya. El conserje, resumiendo la reunión de consorcio a lo que lamentablemente - a pesar de su entusiasmo por asistir a un encuentro de ancianos propietarios vs. Jóvenes inquilinos- no había podido asistir. Enumeraba cada uno de los gastos realizados en el mes vencido: desde la lámpara bajo consumo repuesta en el tercer piso, hasta el corte de pasto a “estilo otoñal” que alguien había creído era buena idea contratar.
Se distrae. Del audio y de las facturas que recogidas del piso, había comenzado a analizar. Se queja en silencio de su incomodidad. Se saca el jean ajustado que por poco la dejaba sin respirar. Desabrocha su corpiño y lo saca sin quitarse la remera, para no hacer demás. Hace unos pasos hacía la heladera pero se detiene. Da la vuelta, y ahí está: la ropa tirada sobre la mesa. El caos. El caos que amenaza con invadirla. Metódicamente vuelve en sus pasos, dobla minuciosamente el pantalón y lo guarda en el tercer cajón: donde van los pantalones. El corpiño es observado con mayor criterio: ya es tiempo de que se vaya a lavar. Camina como siguiendo una coreografía, abre la puerta del balcón y lo deposita junto a las demás prendas nominadas por su suciedad.
- ¿Qué iba a hacer yo? -piensa. Tras encontrar la respuesta, vuelve en sus pasos y abre la heladera. Queda inmóvil, observa, descarta posibilidades: - Huevo comí ayer, las milanesas tardarían demasiado en descongelarse, ese jamón parece que ya no está bueno. No tengo hambre. Estoy agotada de pensar.- Lo dijo en voz alta, se horroriza. La mira a Dominga, que no le lleva el apunte. Ya no puede evitarlo. La calma improvisada, programada para no pensar comienza a fallar en su papel. Se toma la cabeza con las dos manos, cierra los ojos, combatiendo personalmente la explosión. Los abre: pensa en cualquier cosa, en cualquier cosa Julia.
Un lago azul. Tan azul como tendría que ser un lago. Un prado verde, tan verde como tendría que ser un prado verde al lado de un lago tan azul. Sobre el que se asentaba una casa majestuosa, con tantas ventanas como libros debería tener una casa tan majestuosa situada sobre un prado tan verde al lado de un lago tan azul. Enmarcado con el mayor de los estilos, con tantos ribetes como debe tener un marco de un cuadro que presenta una casa tan majestuosa situada sobre un prado tan verde al lado de un lago tan azul.
Era el cuadro preferido de Julia, aunque últimamente no le generará esa impresión. Le parecía que su vida no era tan perfecta como debería ser la de quien decora su living con un cuadro tan pertinentemente enmarcado de una casa majestuosa situada sobre un prado tan verde al lado de un lago tan azul.
No lloraba. Se encontraba en lo que tal vez pudiese describirse como el limbo intermedio. Es que su desgracia no era tan desgraciada como tendría que serlo para poder llorar. Una imagen se apodero de ella por unos instantes, y como siguiendo al impulso descorcho un malbec y lo sirvió en una copa. Tomaba vino. Uno rico pero por sobre todas las cosas caro, como debía serlo el que se sirviese en esa copa simétricamente diseñada, del cristal más fino.
Pero le puso hielo. Si: hielo a un vino tan caro como para ser servido sobre la copa más fina, en un mono ambiente decorado por un cuadro pertinentemente enmarcado de una casa majestuosa sobre un prado tan verde al lado de un lago tan azul. ¿Por qué? Porque no debía.
Y se pinto los labios. Se pinto los labios en media noche de un miércoles, vestida tan solo con ropa interior y una blusa holgada. ¿Por qué? Simplemente porque no debía.
Y ahí estaba Julia. Sola, desvelada, semidesnuda, tomando vino con hielo, con sus labios pintados color carmesí, contemplando el cuadro que seguramente no tendría que estar en ese living e iniciando silenciosamente y probablemente sin saberlo su propia revolución.