Atardece un miércoles de abril en Buenos Aires. El clima es fresco, como para un abrigo liviano que permita seguir disfrutando de la movida calle Corrientes antes de que el frío se lleve parte de su esplendor.
Sofía baja por el ascensor mientas se mira en el espejo y se acomoda el pelo. Comprueba tener en su billetera plata, los documentos y la SUBE.
Sale a la avenida, respira hondo, como animándose a partir. Siente frío. Se desamarra el sweter mostaza de la cintura y se lo calza con gracia y rapidez. Busca en su bolsillo el paquete de cigarrillos, toma uno y lo enciende.
-Disculpá. ¿Me convidarías fuego? - la interroga un muchacho de unos veinte y pico de años.
Saca nuevamente del jean un bick rojo y extiende su mano alcanzándoselo.
Él lo toma, pero no tiene ni enciende ningún cigarrillo.
La mira, fijamente, con una insistencia indisimulada que incomoda.
Sofía, lejos de perturbarse, permanece indiferente. -¿Lo vas a usar? Estoy apurada.-
El revolea los ojos destildandose. -¡Uh perdonáme! Pasa que... ¿Nos conocemos? -.
Ella lo observa por un minuto, lo escanea de pies a cabeza: no hay en el nada familiar y no tiene ganas ni tiempo de pensar. -No flaco, nada que ver. -le dice mientras manotea su encendedor y reemprende la marcha.
-¡No, para, para! ¡No te vayas! - le suplica tomándola por su hombro.
¡Soltame! ¿Qué me tocás pelotudo? -la indiferencia se transforma rápidamente en indignación. La autorización que cree tener el género masculino para violar la distancia propia de dos desconocidos, es una de las cosas que más mal predisponen a Sofía. Las palabras que siguieron al exceso de confianza no hicieron mas que confirmar su malhumor:
- ¡No te enojes, no te toco, fue sin querer! Es que... ¿Estás segura de que no nos conocemos? Te va a sonar ridículo lo que te voy a decir, pero siento haberte observado antes. No me extrañaría, sos muy hermosa. No quiero ser un desubicado, pero si no te lo pido no me lo perdono más. ¿Un día de estos podríamos tomar algo? -.
Ella lo escuchó atentamente, haciendoselo saber con la mirada. Ante el halago sonrío nerviosamente, jugando a hacerse la ruborizada. Cuándo predecío la sensación de triunfo de quien veía un si victorioso, derrumbó las iluciones con un no tan seco y distante como quien rechaza un volante. Solo que sin el gracias, no había nada que agradecer.
Retomó su marcha con tranquilidad, como quien no escapa de nada ni de nadie. Encendió un nuevo cigarrillo y se perdió entre la multitud.
Marcos permaneció quieto por unos instantes, asimilando la derrota en una batalla que asumía gansda por goleada. Se sintió frustrado: ella era sin duda la más linda de toda la semana. Luego se acordó que cuando terminara el turno se vería con Amanda, su conquista de la tarde anterior mientras caminaba por Callao.
No prendió un cigarrillo porque en verdad no fuma. Entró a la farmacia. Colgó el morral en el perchero. Se puso el guardapolvo y abrochó distraídamente los botones. Lo hizo mal. Lo desabrochó y volvió a hacerlo pero esta vez prestando más atención. Tomó un mate que le cebó su compañero: estaba muy lavado. -¡58! ¿Quién tiene el 58? -se dispuso a atender.
Mariana estaba sentada en la vereda de enfrente. En la cafetería de la esquina. Una de esas fundadas hace mas de un siglo, decorados sus vidrios con variados ribetes. De las que forman parte del patrimonio cultural porteño.
Tomaba un café negro bastante mediocre para tanta ostentación. - Mas de cíen años no les han servido para mucho. -pensaba con un dejo de frustración mientras contemplaba el movimiento agitado de la ciudad. Ese, cómo todos sus pensamientos de la tarde estaban cargados de negatividad: amaba hasta los huesos, y por la mañana había discutido con el destinatario de tal sentimiento, aproximándose cada vez con más ligereza un final que se encaprichaba en no aceptar.
Percibió el coqueteo del que se separaba por una senda peatonal. Lo siguió como quien mira la novela del mediodía. Sin poder escuchar, pero adivinando cada palabra. Tras el desenlace río, fuerte. Tal vez la desgracia ajena fuera un buen consuelo para la propia. Terminó su café de un sorbo, dejo una generosa propina y cruzó. La atormentaba un poderoso dolor de cabeza.
-¡67! ¿Quien tiene el...? ¿Mariana que haces acá? -dijo sin disimular ni siquiera por compasión su fastidio. La discusión matutina había sido rotunda: la relación no iba para más.
Ella no le contestó. Las palabras habían dejado de ser útiles hace ya bastante tiempo. Le dolía no encontrar en el hombre que tenía enfrente ni un vestigio de quien la enamoro en plena avenida, admirando su belleza con descaro.
Ese hombre ya no era suyo y esa historia tampoco le pertenecía. Impulsada por el egoísmo metió su mano en el bolsillo y con la soberbia de quién cree tener una buena razón le rocio un envase lleno de gas pimienta en los ojos.
- Ahora vas a tener que haber olido su perfume o escuchado su voz, pedazo de hijo de puta. -lo sentenció.