Toallitas, supersticiones y deconstrucción

Tenía dieciséis años y una adolescencia complicada producto de la separación de mis padres: papá se había ido, lo veía mucho menos y mamá sufría una depresión que incluso la llevó a encontrar en la muerte una alternativa.
Me enamoré, mucho. De aquel príncipe azul que viene a rescatar a cenicienta de su desgracia. Y sin dudas me salvó.
Pasaba días y noches en la casa de su familia. Era la nena que abandonaba su casa para no escuchar a mamá y a papá pelear y también la mujer que se había puesto de novia con el hijo y hermano de una familia numerosa.
Una mujer que claramente no estaba a la altura de las circunstancias y que más temprano que tarde chocó con su primera rivalidad: su cuñada.
Una mujer de unos veinte y pico de años, laburante y con una personalidad avasallante, aun más cuando se entrometían en su terreno, en este caso su hermano.
Me regañó como a una niña pero exigiendóme como a una adulta: "Si sos mujer para algunas cosas -refiriéndose seguramente a mis relaciones sexuales con su hermano- lo sos para todas" me sentenció.
El problema consistía en que indispuesta no había tomado los recaudos necesarios para que la sangre no se viera. "Ni mi papá ni mis hermanos tienen porqué saber que te vino el período".
El problema eran ellos, y ella como buena leona los estaba protegiendo.
Mucho tiempo después un compañero de trabajo me expresó indignado -¡Tene cuidado con lo que sacás de la cartera! - mientras yo la revolvía para encontrar la SUBE que como siempre estaba al final, refiriéndose a mis toallitas. Ahí tuve el coraje de rebatirle: -Tu mujer se indispone, y tu hija lo va a hacer cuando crezca. Naturalizálo. -Pero a los dieciséis años no tuve el valor de hacerlo. Ni siquiera el valor, no se me ocurrió.
Estaba avergonzada: aquellos hombres habían visto mi residuo menstrual y seguramente habrían sentido repulsión. ¿Habrían sido ellos quienes le pidieron que me lo dijera?.
Me frustraba que mi madre no me lo hubiera enseñado. De tanto llorar no le había quedado tiempo para explicarme algo tan esencial: ocultar parte de mi naturaleza.
Pedí disculpas y a partir de entonces comencé a tener mucha más precaución.
Me había afectado tanto que una noche soñé que dormida me sacaba la toallita y la tiraba debajo de la cama. A la tarde, tras concluir que era la vergüenza menor llamé a mi novio y le pedí que se fijara. No sea cosa que la encontrara su mamá limpiando. No había ninguna toallita debajo de la cama.
Afligida por mi exabrupto intentaba encontrarle una explicación. Nadie envuelve la mierda cuando caga, ¿Por qué se suponía que tenía que saber que la sangre si?.
Desde entonces envuelvo mi toallita con dos vueltas de papel higiénico y el envoltorio de la nueva que voy a usar. Incluso en mi casa, donde sólo vivo con mi amiga que es mujer como yo.
No había encontrado la respuesta del por qué de este mandato social hasta esta tarde cuándo leía El Segundo Sexo de Simone de Bovieur.
Nadie me había explicado, como tampoco a ella, que tal costumbre surgía desde al menos unos cuantos siglos atrás:
"(...) Durante la iniciación de los chagos, se exhortaba a las muchachas a disimular cuidadosamente su sangre menstrual. "No la muestres a tu madre porque moriría. No la muestres a tus compañeras porque puede haber entre ellas una mala que se apodere del paño con el cual te has limpiado y entonces tu marido será esteril. No la muestres a una mujer mala que tomaría el paño para ponerlo en lo alto de su cabaña, de modo que no podrías tener hijos. Una persona perversa podría hacer cosas indignas con el. Entierralo en el suelo. Oculta la sangre a la mirada de tu padre, de tus hermanos y hermanas. (...)"
Pero yo tengo una gata negra y paso la sal en la mano: no creo en supersticiones. Y ella tampoco.