Estoy en una plaza de la
cual no conozco el nombre. Di una vuelta y no encontré ningún cartel que lo
manifestara. Como si fuera parte de un misterio.
El espacio verde es atravesado por al Av. Mitre, una de las más céntricas de la ciudad. Quizás, debido a tal centricidad el variopinto de personajes que a esta hora la visitan: el personal de limpieza vestido con prendas verde fluo (el color municipal); dos policías que caminan lentamente, a paso de patrulla; una señora que con una de sus manos sostiene la correa de su perro cubierto con una manta purpura y con la otra una bolsa descartable que la delata como buena ciudadana; un grupo de 4 jóvenes que trascendieron las normas del lugar saltando las rejas que protegen al verde del paso peatonal. Mediante un pequeño acto de rebeldía emprenden el verdadero ritual de una tarde al aire libre: sentarse en el pasto.
En el centro se posiciona una estatua blanca. En la arcilla se moldearon dos mujeres. Una de ellas sostenedora de un anotador, dispuesta a registrar lo que se le dicte. La otra extendiendo sus brazos hacia lo alto, venerando al hombre que se alza en la cima: sentado en un lujoso sillón, con la mirada estática pero contundente, se encuentra la réplica de Nicolás Avellaneda. Al único que se le conoce su gracia. ¿Ellas? Parte del decorado en general.
En un extremo de la plaza se ubica la entrada al Museo Municipal de Arte. Dos personas suben las escalinatas y tocan timbre. Entonces, la idea de ocupar allí el tiempo muerto fue derrumbada en medio segundo. Ningún lugar al que para acceder hay que tocar timbre es apto para visitas espontaneas. Deberé averiguar los horarios de visita y recorrerlo tal vez el mismo día que al Museo Bonaerense de Trenes, del que aún cinco años después de haberlo descubierto no conozco sus horarios.
Resignada opte por sentarme en los únicos asientos que a su vez poseen mesa: los cercanos al sector de juegos donde a esta hora hay varios mini-visitantes. Algunos de los cuales ya se han acercado sagazmente para averiguar que se trae entre manos la chica de lentes y cuaderno.
Una de ellos corre y le dice entusiasmada a quien debe ser su padre: ¡Mira, hay vaquitas de San Antonio en otoño! Señalando expresivamente su descubrimiento. El no levanta la vista de su celular ni siquiera para corregirle que hace más de una semana que estamos en primavera.
El vendedor de burbujas descansa apoyando su brazo y rostro sobre una de las mesas mientras repite sin pasión -¡Burbujas, burbujas!-. Como si el objetivo no fuera vender sino colaborar con el bullicio del espacio público.
Intento diferenciar el canto de los pajaritos pero el ruido de los autos, colectivos y motos han monopolizado el sonido ambiente. El cual es interrumpido esporádicamente por un ¡Tene cuidado que te vas a matar! De alguna madre sobre protectora.
Dos chicos se acercan a ofrecerme medias argumentando su fragilidad laboral. Otro entrega unas tarjetitas de Lilo y Stich que por su deterioro parecen tener más años que su portador. ¿Serán aquellas tarjetas la herencia de algún hermano ya muy crecido para apelar a la misericordia de los transeúntes? Un hombre duerme en un banco donde apenas cabe desde su cabeza hasta la articulación de sus rodillas.
En la estatua central se leen carteles de protesta contra el ajuste, incitando a revelarse. Pero en cambio, una señora pasa junto a un niño que canta a los gritos y lo calla diciendo: ¡SHHH! Que está durmiendo el hombre – atravesando la cuadra.
Me distraigo observando las palomas que comen los restos rojos y amarillos de un festejo de recién recibido. Me dijeron que se mutilan entre ellas para sacarse la comida. Que si se las mira detenidamente se descubre que muy pocas cuentan con las cuatro extremidades de cada pata. Las de esta plaza están todas enteras. Parece que en Avellaneda son más civilizadas.
Lejos de alegrarme, me perturba. Siquiera en ellas encuentro una compañía desolada para esta tarde inundada de negatividad.
El espacio verde es atravesado por al Av. Mitre, una de las más céntricas de la ciudad. Quizás, debido a tal centricidad el variopinto de personajes que a esta hora la visitan: el personal de limpieza vestido con prendas verde fluo (el color municipal); dos policías que caminan lentamente, a paso de patrulla; una señora que con una de sus manos sostiene la correa de su perro cubierto con una manta purpura y con la otra una bolsa descartable que la delata como buena ciudadana; un grupo de 4 jóvenes que trascendieron las normas del lugar saltando las rejas que protegen al verde del paso peatonal. Mediante un pequeño acto de rebeldía emprenden el verdadero ritual de una tarde al aire libre: sentarse en el pasto.
En el centro se posiciona una estatua blanca. En la arcilla se moldearon dos mujeres. Una de ellas sostenedora de un anotador, dispuesta a registrar lo que se le dicte. La otra extendiendo sus brazos hacia lo alto, venerando al hombre que se alza en la cima: sentado en un lujoso sillón, con la mirada estática pero contundente, se encuentra la réplica de Nicolás Avellaneda. Al único que se le conoce su gracia. ¿Ellas? Parte del decorado en general.
En un extremo de la plaza se ubica la entrada al Museo Municipal de Arte. Dos personas suben las escalinatas y tocan timbre. Entonces, la idea de ocupar allí el tiempo muerto fue derrumbada en medio segundo. Ningún lugar al que para acceder hay que tocar timbre es apto para visitas espontaneas. Deberé averiguar los horarios de visita y recorrerlo tal vez el mismo día que al Museo Bonaerense de Trenes, del que aún cinco años después de haberlo descubierto no conozco sus horarios.
Resignada opte por sentarme en los únicos asientos que a su vez poseen mesa: los cercanos al sector de juegos donde a esta hora hay varios mini-visitantes. Algunos de los cuales ya se han acercado sagazmente para averiguar que se trae entre manos la chica de lentes y cuaderno.
Una de ellos corre y le dice entusiasmada a quien debe ser su padre: ¡Mira, hay vaquitas de San Antonio en otoño! Señalando expresivamente su descubrimiento. El no levanta la vista de su celular ni siquiera para corregirle que hace más de una semana que estamos en primavera.
El vendedor de burbujas descansa apoyando su brazo y rostro sobre una de las mesas mientras repite sin pasión -¡Burbujas, burbujas!-. Como si el objetivo no fuera vender sino colaborar con el bullicio del espacio público.
Intento diferenciar el canto de los pajaritos pero el ruido de los autos, colectivos y motos han monopolizado el sonido ambiente. El cual es interrumpido esporádicamente por un ¡Tene cuidado que te vas a matar! De alguna madre sobre protectora.
Dos chicos se acercan a ofrecerme medias argumentando su fragilidad laboral. Otro entrega unas tarjetitas de Lilo y Stich que por su deterioro parecen tener más años que su portador. ¿Serán aquellas tarjetas la herencia de algún hermano ya muy crecido para apelar a la misericordia de los transeúntes? Un hombre duerme en un banco donde apenas cabe desde su cabeza hasta la articulación de sus rodillas.
En la estatua central se leen carteles de protesta contra el ajuste, incitando a revelarse. Pero en cambio, una señora pasa junto a un niño que canta a los gritos y lo calla diciendo: ¡SHHH! Que está durmiendo el hombre – atravesando la cuadra.
Me distraigo observando las palomas que comen los restos rojos y amarillos de un festejo de recién recibido. Me dijeron que se mutilan entre ellas para sacarse la comida. Que si se las mira detenidamente se descubre que muy pocas cuentan con las cuatro extremidades de cada pata. Las de esta plaza están todas enteras. Parece que en Avellaneda son más civilizadas.
Lejos de alegrarme, me perturba. Siquiera en ellas encuentro una compañía desolada para esta tarde inundada de negatividad.