Estoy
viajando en un colectivo enorme. Uno de esos que en verdad son dos unidos por
una especie de acordeón.
Generalmente
estos coches pertenecen a líneas que hacen un recorrido entre el conurbano de
la provincia de Buenos Aires y la Capital Federal: somos muchos los que
viajamos hora y media todos los días.
Cuando
subí le indique al chófer que iba hasta Plaza Constitución aunque ahora creo
que podría continuar hasta Retiro. Tuve suerte y viajo sentada, y completando mi buena fortuna del lado de la
ventanilla.
Resulta
que estos mega-colectivos tienen a su vez mega-ventanas. Ventanas que invitan a uno a mirar a través
de ellas al acecho de aquello que interpele.
Pudiendo
esto tratarse de una escena que la calle regala generosa al que está dispuesto
a narrarla o mismo a alguna reflexión que no proviene de tal escenario sino de
uno al que solo podría observarse claramente volteando los ojos hacia dentro y
que los simples mortales resignados nos limitamos a analizar. Pensamientos como
el que me capturó en esta oportunidad.
Es que,
esto de viajar con el sol caliente de la mañana pegándole justo debajo del
pómulo (con la visión habilitada y la tibieza diurna) llevan a uno a
reflexionar.
Antes
de tomar nota de mis ideas me saqué el abrigo que limitaba mis movimientos, me
até el pelo en una colita improvisada y acomodé la mochila entre mis piernas.
Como preparándome para un oficio al que ahora creo podría dedicarle toda mi
vida: escribir viajando en colectivo.