Tamara:
Ayer
vino mamá a visitarme. Grito un poco en la entrada y le dejaron ingresar el
termo. Una suerte porque hace mucho que no tomaba unos mates tan ricos. Me
contó que en la estación, en la esquina en donde para el 79 enrejaron para
evitar que la gente cruzara mal.
Si mi
papá lo viera se pondría muy contento. Una de las imágenes en la que lo
recuerdo más nítido es dándole marcha atrás al automóvil, con las personas cruzándosele
por todos los ángulos y el comentando con su tono de fastidio “algún día se va
a terminar muriendo uno”.
Me lo
comentó porque le parecía gracioso que dos semanas después la esquina amaneció
con la reja dividida. Al parecer un colectivo que dobló a gran velocidad se la
llevo puesta y horas después alguien se tomó el trabajo de recortarla
prolijamente con un corta-fierros.
Glew se
reveló frente a la imposición de lo racional. Desde que nací (y desde mucho
antes también) el mundo cruza en diagonal. Nunca escuche nada sobre alguna tragedia,
nadie murió, nadie se cortó una pierna por ser un mal peatón. Más de uno se
debe haber llevado un buen susto, eso sí. Incluso creo que me recuerdo
corriendo porque un bondi me frenada a medio metro. Pero los glewenses sabemos
calcular la distancia y velocidad de los autos y por sobre todo de los
bestiales 79 que constantemente desafían los límites de la conducción, montados
por conductores de carreras frustrados cuyo premio recompensa es un dinosaurio
con ruedas.
Mientras
me lo contaba pensaba que ojala mi mente pudiera hacer lo mismo: librarse de
este encierro, arrancar la reja. A veces, cierro los ojos e intento delirar. Me
gustaría poder transportarme a un campo o a una playa. A Punta Raza por
ejemplo, desierta e inmensa. O también poder sentir el viento pegándome en la
cara, como si viajara en un auto con la ventanilla abierta. O mejor en una
bicicleta. Pero mi imaginación no es tan poderosa. No puedo dejar de pensar que
quiero imaginar la libertad y no me sale.
El otro
día se lo confesé a Octavio. El me tranquilizo, dijo que no me preocupara. Que
todo era cuestión de práctica. A él le costó cinco años y finalmente aprendió a
inducirse los delirios.
Grabiela
no piensa lo mismo. Dice que no es sano, que tengo que dejar de intentarlo. Algunos
días sospecho que en verdad no está interesada en ayudarme, que solo quiere
mantenerme encerrada acá. Después, cuando me calmo, entiendo que algo de razón
tiene. Los ataques de ansiedad que acompañan al procedimiento no son muy
divertidos.
La mayoría
de las veces, a eso de las cuatro de la mañana, cuando opto por rendirme porque
ya estoy muy cansada, el corazón comienza a querer salirse por mi boca, mi
respiración es incontrolable. El agua de la playa ficticia comienza a ahogarme.